Historia Social de la Edad Moderna

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ELISABET NATIVIDAD GUTIÉRREZ ALCALÁ.

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Nuestro despacho jurídico le ofrece un servicio especializado en asesoramiento jurídico sobre Arte y patrimonio artístico, histórico y cultural.

Un poquito de historia…

Los principales rasgos de la sociabilidad de las élites nobiliarias durante el Antiguo Régimen cambiaban a lo largo del siglo XVI, XVII y XVIII, cuya sociabilidad estaba íntimamente relacionada con el «Renacimiento», «Barroco» e «Ilustración» respectivamente y su forma del disfrute relacionado con el arte en mayor o menor medida.

En el siglo XVI partimos de la base de la salida de la época feudal donde el divertimento de la clase nobiliaria se reducía a los castillos altamente fortificados contra los enemigos. Se celebraban festejos, bailes, grandes banquetes en honor de la celebración de uniones matrimoniales, nacimiento de príncipes, infantes, segundones; también se celebraban las victorias de las batallas, los acuerdos de Tratados de Paz, visitas de los reyes de otras cortes, emperadores, etc…

En el exterior próximo a los castillos se celebraban los juegos de justas que eran realmente peligrosos, entre otros juegos de carácter masculino y las damas se divertían con otros juegos en los patios y salones.

Si lo comparamos con el siglo XVII la cosa cambia, ya que la sensación de peligro y ataque del enemigo es (casi nula); ya la nobleza no reside estrictamente en los castillos antiguos por razones de seguridad, para el disfrute de la nobleza se han construido grandes palacios en los que prima enseñar a los otros nobles todo su poder, lujo y riquezas, por ejemplo, los palacios de los Medici, Rucellai, Ricci en la zona de Italia, Louvre, Versalles con Luis XIV en Francia (absolutismo) y por ejemplo el Retiro en España y así paso sucesivamente con otras monarquías. Los festejos del siglo XVII coinciden con los festejos que se celebraban en el siglo XVI añadiendo celebración de cumpleaños del momento y otras novedades.

Solía ser muy usual acudir a los pabellones de caza y palacetes para los festejos y así salían de los grandes palacios comunes de la Corte y también era frecuente celebrar acontecimientos relacionados con el Rey en casas señoriales de otros nobles, como marqueses, duquesses, etc…; (en estas ocasiones tiraban la casa por la ventana), los dispendios corrían a cargo del noble, entre otros, manjares exóticos, juegos en los jardines con artificios, vestían los mejores ropajes, la población o ciudad donde se celebraba el festejo se transformaba radicalmente, se engalanaban las calles con una gran teatralidad, la casa del señor se dividía en varias estancias para celebrar cada tipo de acto, dividiendo a veces entre hombres o mujeres o el tipo de festín.

Este tipo de sociabilidad en ocasiones llevaba a la ruina a algunas familias nobles, ya que a veces los ingresos eran menores que los gastos acumulados en un año. Este tipo de sociabilidad de las élites nobiliarias era impensable para los pobres, marginados, campesinos, comerciantes o pequeños burgueses.

Ya en el siglo XVIII nos encontramos con otro tipo de divertimento o sociabilidad de la élite, de nuevo se disfruta en los grandes palacios aunque no se prescinde de los pabellones de caza u otros palacios de veraneo, estamos en la Ilustración y se disfruta de las conversaciones en los grandes salones de multitud de temática, pintura, escultura, arquitectura, medicina, ciencias naturales, política, moda, sociedad, conversaciones inteligentes de personajes y sus teorías como Diderot, Rousseau, Kant, Richelieu, Montesquieu; prima poner en alza el saber y la razón que derivan del Humanismo, todo este nuevo divertimento deriva en la plasmación de la famosa enciclopedia.

En todo esto también influye el Despotismo Ilustrado, sobre todo en la primera mitad del siglo XVIII, ejemplo Carlos III en España. Esto se trasladó a todas las cortes como Inglaterra, Francia, Inglaterra, etc… Evidentemente no faltan los festines, el lujo, la riqueza, etc… pero no todo era de color de rosa, los pobres y marginados no tenían acceso.

En cuanto a las bases económicas de su poder y el modo de vida a partir de las propiedades de la tierra de la nobleza, es decir, los ingresos derivan y es común en las tres centurias que la nobleza se enriquezca de todo lo obtenido de las tierras en propiedad, bien derivado del dinero que obtienen de los arrendamientos de las tierras a los campesinos, por la venta de lo cultivado en las propias tierras por mecanismos de servidumbre o semi esclavitud, segunda servidumbre en Europa Central del Este o también directamente de lo producido por la explotación de esclavos de África que eran trasladados a Norteamérica, islas caribeñas por Inglaterra, neerlandeses, Francia, España, etc…, esto a finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII para el cultivo del algodón y otros .

Otros ingresos los obtenía la nobleza y también el clero por el pago de impuestos de lo que deriva de la tierra (para la iglesia el diezmo) o utilizando el sistema de corveas.

Don Diego de Torres Villarroel.

PALABRAS CLAVE.
ORATORES ‐ BELLATORES – LABORATORES ‐ SOCIEDAD ESTAMENTAL – ANTIGUO RÉGIMEN –DESIGUALDAD – CRITICA SOCIAL – POBREZA – RIQUEZA ‐ INQUISICIÓN
Para comprender la obra que debemos comentar y relacionarlo con la Historia Social de la Edad Moderna, primero es imprescindible repasar su vida y comprobar cómo influye su experiencia personal en su forma de escribir y transmitir sus vivencias.
Don Diego de Torres Villarroel nació en Salamanca y tuvo una vida extremadamente
azarosa. Hijo del librero don Pedro de Torres arruinado por la Guerra de Sucesión y de doña Manuela de Villarroel. Se ha documentado la fecha de su bautismo el 18 de junio de 1694. Diego de Torres tenía un espíritu muy rebelde y por tanto no aceptaba su destino de pobreza y sumisión de la época y encontró en la escritura su instrumento de rebeldía y de crítica constante a la sociedad que le tocó vivir. Evidentemente ese espíritu crítico le reportaría numerosos problemas con la justicia, con compañeros y terceras personas.

Don Diego de Torres Villarroel, gran erudito y de gran sapienza, muy a su pesar debido a la pobreza familiar acepta ordenarse como subdiácono, accede a la universidad pero en breve abandona, realiza un viaje a Portugal y posteriormente reingresa en la Universidad y retoma sus estudios.
Sufrió una breve e injusta prisión pues fue acusado de satirizar a los jesuitas en el conflicto de la alternancia de cátedras. Posteriormente se graduó de Bachiller en Artes. Fue nombrado profesor sustituto de Matemáticas y Astrología en 1718. Después marcha a Madrid en 1720, donde pronto encontrará la protección de la condesa de los Arcos y otros nobles, también realizó estudios de Medicina, luchó para evitar la prohibición de imprimir sus famosos almanaques. Recibió muchos ataques y sátiras a propósito de sus obras, impartió clases de matemáticas en la Universidad de Salamanca. Incluso La Santa Inquisición condenó su “Vida natural y católica”, autorizada y publicada trece años antes, además fue ordenado sacerdote y
finalmente muere el 19 de junio de 1770 en el Palacio de Monterrey, donde residía como
administrador de los bienes salmantinos del duque de Alba.

El autor realiza una crítica social de la característica esencial de la sociedad del
Antiguo Régimen en estamentos o estratos superpuestos que procedían de la vieja división medieval, regida por el principio de desigualdad de todos los grupos e individuos.
Dependiendo de quien fuera el padre o madre de una persona o simplemente el lugar
de nacimiento de un individuo de aquella sociedad, delimitaba el hecho de poder acceder o no a la riqueza, bienestar, estudios, propiedades, herencias, etc… y esta afirmación queda clara cuando el propio Diego de Torres Villarroel expresa: “Es por esto y à vosotros infelizes, os condena la suerte à perpetua fatiga”.
El factor suerte podía jugar a favor o en contra de una vida cómoda o de una vida
infeliz y aunque resulte más exagerado que lo explicado por Diego de Torres Villarroel de una forma menos agresiva, como ejemplo visual y gráfico, la película “El Perfume” de 2006, representa a la perfección lo que pudiera sentir Diego de Torres en aquella sociedad estamental tan injusta.
Es muy recomendable el visionado de toda la película, como ejemplo de la sociedad
del siglo XVIII (la cruda realidad), aunque está ambientada en la Francia de aquella época, el modus vivendi bien podía ser parecido en las ciudades españolas como Madrid, Sevilla, Barcelona, etc…

Pinchar en el enlace para comprobar el factor suerte. Visualizar a partir del minuto 4:58.
https://youtu.be/G5ZK5SZqb_0
Evidentemente todos aquellos que pertenecían al campesinado, al pueblo urbano o
marginados nunca en la vida podían acceder ni soñar con tener entre sus manos un “Larraga” (manual de confesores), a pesar de que el Clero se consideraba con un carácter abierto, al que en teoría todo el mundo podía acceder y mucho menos disponer de un “Instituta” (que son un conjunto de libros o manuales destinado a la enseñanza introductoria de lo que se conoce como el Derecho Romano que se explicaba en aquella época).
Aunque no se trate exactamente de la misma temática “Cartilla rustica, phisica visible, y astrología innegable: lecciones de agricultura, y juizios pastoriles, para hacer docto al rustico” podría compararse o equiparar con obras tan relevantes como el Lazarillo de Tormes, el Quijote, Guzmán de Alfarache, etc.,… por la crítica en toda regla a la sociedad y escenificación del momento que realiza el autor (mezcla de picaresca, drama, dificultades de la vida, etc…).

Mundo colonial, alteridad y subalternidad.

Una de las características de Europa y de las colonias durante la Modernidad es la desigualdad social consentida y otras potenciada por el conformismo de una mentalidad cristiana y en exceso jerarquizante.

Desde el punto de vista jurisdiccional, la idea de una sociedad corporativa como fue la del periodo moderno se explica con la metáfora que la compara con el cuerpo humano. El rey sería la cabeza ejerciendo funciones dominantes y por tanto en ese cuerpo todos los órganos resultan indispensables, pues entonces, la cabeza no subsistiría que sería el propio rey.

En este caso el pobre es un ser necesario para la salvación eterna del rico que le concede limosna y para mantener un régimen de explotación en el que el acceso a
los recursos más básicos es un elemento vetado a los grupos más desfavorecidos de la sociedad.

Influía mucho los bajos salarios como el alza de precios.

Edward Said (crítico y teórico literario y musical, y activista palestino-estadounidense. Fue autor y analista de fama mundial, y miembro del Consejo Nacional Palestino).  Habla del termino bárbaro.

Un espacio familiar que es “nuestro” y un espacio no familiar que es el “suyo” es una manera de hacer distinciones geográficas que pueden ser totalmente arbitrarias.

POBREZA.

Se accedía generalmente de idéntica manera de como se llegaba a la riqueza de forma más directa: casi siempre por medio de la herencia.

Desamparo institucionalizado.

El pobre dependió de traspasos de rentas y bienes voluntarios de los otros miembros de la sociedad de que formaba parte. Las autoridades del momento distinguían entre diferentes tipologías de pobres.

Pobres verdaderos.

Caracterizados por una dignidad y una vergüenza evangélicas, y fueron los mendigos en los que recayeron los esfuerzos públicos y privados basados en la caridad. Este tipo de pobre era visto como “bueno” y un buen preceptor de la limosna.

Pobres falsos. Sobre todo en el siglo XVI y XVII, la picaresca española más cotidiana muy representada en la literatura española del Siglo de Oro. Ejemplo: Lazarillo de Tormes o en El Buscón de Francisco de Quevedo. Sistemáticamente perseguidos y reprendidos. Eran vistos como ladrones.

En la Europa Moderna resultaba difícil diferenciar a los “miserables” de los “truhanes”, es decir, los simples
delincuentes. Existían muchas advertencias sobre estos falsos pobres en obras como:

Liber vagatorum. Arquetipo del pauperismo que conoció numerosas ediciones después de que viese por vez primera la luz hacia el año 1509/1510.

Il Vagabondo, una reelaboración del Speculum cerretanorum, dio buena cuenta de las hermandades de estafadores y vagabundos (conocidos como cerretani) que, especialmente en Umbria, la región del centro de Italia, recorrían campos
y ciudades enseñando falsas imágenes milagreras o haciéndose pasar por enfermos para vivir a costa de los piadosos.

Vendedores ambulantes.

Gitanos, carácter nómada e itinerante. Padecían un castigo selectivo, con tristes hitos como la Gran Redada orquestada en España por el marqués de la Ensenada en 1749, que tenía que ver en última instancia con su no integración en la comunidad española.

Algo parecido también ocurrió en las zonas del Levante español con los moriscos.

Como castigo solían enviarlos a galeras, cuando no se producían mutilaciones o el castigo mediante la obligación de participar en otros trabajos forzados.

A los peregrinos del Camino de Santiago (Galicia- España) se les limitaba su deambular a una franja de terreno que se extendía pocos quilómetros al norte y al sur del eje jacobeo.

Según José Antonio Maravall: «El Estado Moderno no eludió jamás el trato desigual entre personas: buscó siempre proteger al pobre justificado y, al mismo tiempo que pretendió frenar el crecimiento del número de marginados, perpetuó la desigualdad sentando las bases de una “marginación permanente y consentida”.

Según Frantisek Graus, los pobres fueron individuos “felices”, construidos y exaltados por la necesidad y por una literatura eclesiástica que los identificaba como prototipos de vida evangélica.

Según Julio Valdeón, los pobres también fueron, ante todo, aquellos individuos que carecieron de los elementos
más indispensables para subsistir.

Según Manuel Fernández Álvarez ser pobre fuese entonces, quizás pensando en el pícaro, una verdadera profesión. Hacer especial hincapié al bandolerismo.

Los bandoleros responderían con sus prácticas a una necesidad procedente de la miseria más elemental, también beberían de los hábitos y la tradición de violencia que eran consustanciales a toda la sociedad moderna.

El bandido, en cualquier caso, era aquel que se hallaba proscrito y que, en consecuencia, se ubicaba voluntaria o involuntariamente en los márgenes de una sociedad.

Según la etimología italiana, el bandito era aquel individuo que había sido expulsado mediante un bando.

El bandolerismo, ha llegado a decir Fernand Braudel, fue una forma menor o latente de los grandes alzamientos campesinos.

Bartolomé Benassar estimó aproximadamente para el Valladolid del siglo XVI que un 10% de su población estaba compuesta por pobres. Pero el pobre es con frecuencia un individuo itinerante que escapa de esas cuentas por más que el aparato represor y regenerativo de las instituciones del Antiguo Régimen pretenda contabilizarlo y limitar su movilidad geográfica incluso mediante el establecimiento de hospicios y otras instituciones asistenciales.

LA ALTERIDAD COMO PRINCIPIO DE MARGINACIÓN.

Los pobres, además de representar un caso típico de subalternidad, daban pie igualmente a una construcción de la otredad que era operada por los miembros de la comunidad política en la que parecían no encajar si es que no eran “buenos pobres”. Así, frente al vecino que teóricamente llevaba una vida ordenada y sencilla, conforme a la costumbre y la religión, y frente a las unidades familiares que ese encabezaba, la alteridad construía la imagen de unos sujetos
desarraigados que ya fuera por unas condiciones económicas precarias o por otros factores se situaban en los márgenes de ese cuerpo político.

Hablamos de criterios étnicos y culturales. En cuanto al termino otredad también nos referimos a los gitanos, comunidad morisca y a los nuevos cristianos en lo que al territorio español se refiere.

Por ejemplo, el mero hecho de que una determinada población se ubicase en una zona próxima a una frontera política podía, por ejemplo, ser un elemento determinante para desconfiar de ella debido a sus contactos cotidianos con extranjeros. El caso de los rayanos, esto es, los habitantes de la Raya -la frontera hispano-portuguesa-, constituye en
este sentido un claro ejemplo de construcción de alteridad, asociada además a la imagen del rústico.

Las diferencias lingüísticas también jugaron un papel preponderante en esta diferenciación. Los habitantes de Barrancos, una población portuguesa asentada junto a la frontera y en la que aún hoy se habla un dialecto altamente influenciado por el español de Andalucía, “ni eran portugueses ni dejaban de serlo”, se decía en una crónica del siglo
XVII.

Si nos fijamos en el mundo del teatro: la commedia dell’arte italiana, el teatro clásico inglés o las comedias castellanas son todo un compendio de clichés y estereotipos que ofrecen claves para entender qué acentos eran entendidos como ridículos, pueblerinos o despreciables.

Por ejemplo del castellano hablado por la nobleza gallega de la segunda mitad del siglo XVII mezclando vocablos castellanos y gallegos: de sus miembros se decía frecuentemente que tenían “pronunciación gallega”. Pero lejos de ser bien recibido, ese acento provocaba la risa de personas como el notario apostólico Joseph de Casanova cuando en 1650 afirmaba que “los de Castilla la Vieja, Montañeses y Gallegos usan infinidad de vocablos con tan mal sonido que nos mueve la risa”.

El padre Martín Sarmiento señala pistas cuando dice que en la ciudad de Madrid los hablantes se delataban en el siglo XVIII “por el acento, frase, pronunciación o voces”, si bien denunciaba después que solamente se reían del deje gallego, ha recordado el sociolingüista Henrique Monteagudo. Pero si la historia del acento nos habla de estereotipos, la historia del no-acento, es decir, la tendencia a ocultar el acento -han apuntado Peter Burke y otros autores-, puede servir para percibir cambios en las prácticas y mentalidades políticas de la época: las formas estándar de las lenguas vernáculas expresarían, frente a la diversidad, la posición de preeminencia de unas élites que no solamente se distanciaban de las tradiciones clásicas, sino también de la cultura popular con sus idiomas regionales o sus dialectos.

MÁS ALLÁ DE EUROPA.

Nos referimos a la diferenciación cultural: la del salvaje o el bárbaro.

Según Roger Bartra, “el salvaje es un hombre europeo, y la noción de salvajismo fue aplicada a pueblos no europeos como una transposición de un mito perfectamente estructurado cuya naturaleza solo se puede entender como parte de la evolución de la cultura occidental”.

Según Anthony Padgen, se debía distinguir a los miembros de la sociedad a la que pertenecía el observador de los que no lo eran. Desde la época clásica, el concepto de bárbaro era un término que calificaba a los no griegos o, por extensión, a los no europeos. Por ejemplo turcos, escitas, etíopes, irlandeses y normandos, etc…

Los griegos habían acuñado el término bárbaro con el significado de “extranjero”, pero hacia el siglo IV de nuestra era “bárbaro” ya se había convertido en una palabra que solamente se usaba para referirse a los inferiores (inferioridad). Entendían que no tenían capacidad para formar sociedades civiles.

Para los europeos, entrada ya la Edad Moderna, los indios americanos y los africanos vistos como nuevos viejos
bárbaros- eran, en el peor de los casos, “miembros defectivos de su propia especie”. Incapacitados totalmente para la doctrina cristiana.

Colón comparaba a los indios con los africanos y los canarios; pero también se refería a las amazonas y a los antropófagos caribeños que las atendían. América, como aparece en los escritos de Colón, pero también en los de Vespucci y Pigafetta, a propósito de la circunnavegación magallánica, rara vez se veía como algo nuevo: resultaba una
extensión de realidades conocidas ya fueran estas tangibles o imaginarias.

Los bárbaros, se dijo, eran hombres que no habían logrado progresar.

Controversia de Valladolid. El reconocimiento de una “diferencia cultural” no fue sino una forma de encubrir una “diferencia colonial”.

Un indio, dirán tanto Francisco de Vitoria como Montaigne, no se diferencia tanto de un rústico.

En los argumentos de Vitoria, se ha dicho, resuena la concepción aristotélica respecto a la posición dominante del libre
sobre el siervo.

Para Las Casas, los españoles habían sido “bárbaros” en su trato con los indios.

LA CONFLICTIVIDAD SOCIAL

A mediados del siglo XVI el embajador veneciano en España, Antonio Tiepolo, afirmó en una de sus relaciones que en Castilla la justicia se ejercitaba “con igual rigor con los Grandes que con cualquier otro individuo.

La apreciación del diplomático era compartida por otros autores, como el viajero francés Bartolomé Joly.

En la Castilla de Felipe II las alteraciones de 1591 tras la aprobación del Servicio de los Millones son una prueba de ello, así como los motines de naturaleza anti-fiscal que tuvieron lugar durante el reinado de Felipe IV (por ejemplo, el motín de la sal de 1632).

Según E. P. Thompson (escuela marxista británica) se refería a la “economía moral de la multitud”, concepto que inventó el mismo. Este concepto surge como clave explicativa para comprender las reivindicaciones de los grupos populares durante el Antiguo Régimen. «La gente protesta cuando tiene hambre».

LA ECOMONÍA MORAL DE LA MULTITUD.

Las descripciones de los motines populares en las que estos surgen como movimientos ocasionales y espasmódicos en la trama histórica constituyen un lugar común en los estudios sobre las revueltas populares.

Se ha hablado de las masas como de marionetas, carentes de motivaciones y sin ninguna capacidad organizativa.

Bastaba una mala cosecha o una disminución en el comercio para encontrar una explicación a esos fenómenos.

A comienzos del siglo XVIII los motines estaban guiados por el resentimiento y que surgían siempre en momentos en los que el desempleo y los altos precios se combinaban creando condiciones insoportables.

Se producían ataques contra tratantes de cereales y molineros, siendo además estos ataques simples excusas para el crimen y para la aparición de toda clase de malhechores o “rebeliones del estómago” enfatizando una apuesta explicativa en la que la violencia surgía únicamente como un burdo recurso instintivo frente al hambre.

El motín de subsistencia en la Inglaterra del siglo XVIII fue una forma muy compleja de acción popular indirecta, disciplinada y con claros objetivos, siendo esta definición trasladable a otros ámbitos durante la modernidad europea.

Los motines de subsistencia encontraban su origen en un alza vertiginosa de los precios, motivada por prácticas de los
comerciantes tales como la especulación, o en el hambre. Pero estos agravios operaban dentro de un consenso popular que establecía, dentro de una noción consensuada de aquello que era el bien común, qué prácticas eran legítimas y cuáles ilegítimas en la comercialización, en la elaboración del pan y en otras actividades relacionadas con el
mantenimiento y la subsistencia de la comunidad local.

EL PRECIO DEL PAN Y LOS MOTINES POPULARES.

La escasez o la subida de los precios era generalmente una condición previa a todas esas propuestas populares.

En los años de malas cosechas los grupos populares urbanos estaban a merced de las decisiones sobre la venta y el precio de los alimentos, y así se entienden sus exigencias para que, por ejemplo, demandasen a las magistraturas ciudadanas que obligasen a los panaderos y a los intermediarios a vender por ejemplo el pan a un precio que las personas se pudiesen costear. Se producían concentraciones ante las casas consistoriales, los revuelos en las plazas de abastos e incluso el pillaje hasta que las autoridades se veían forzadas a suspender los envíos de grano al exterior o a regular el precio son manifestaciones de un entendimiento consensuado del bien común.

El historiador francés Yves-Marie Bercé decía «los más necesitados se habían visto empujados a alimentarse a base de hierbas o a “devorar a sus propios vástagos”.

Las subidas puntuales de los derechos aduaneros o la elevada tasación sobre elementos esenciales para la
conservación, tales como la sal, hacían que la conflictividad creciese.

Las revueltas podían ser también consecuencia de una presión militar que, en coyunturas de guerra, ahogaba la cotidianeidad de esas sociedades. En el caso de las machinadas (o matxinadas), las revueltas sucedidas a lo largo del siglo XVIII en las provincias vascas, se ha señalado que los elementos que confluyeron para hacer posible su aparición estuvieron relacionados con una coyuntura agraria caótica, una tributación extraordinaria y una situación bélica.

El aumento del precio del pan es también el detonante de los sucesos acaecidos en Madrid en torno al motín de Esquilache, acompañado además de un descenso en los salarios a mediados del siglo XVIII.

Las llamadas “insurrecciones” o “levantamientos de los pobres” que desde 1709 y hasta 1800- 1801 se producen en Inglaterra también apuntan hacia esa dirección.

A todo esto debemos sumar las políticas de liberalización del mercado de granos que atentaban contra el ordenamiento planteado por las comunidades locales.

Modelo de corte paternalista consistía en que la comercialización de los productos debía ser, en lo posible, directa, del agricultor al consumidor, de suerte que los productores debían conducir sus bienes al mercado local no vendiéndolo mientras estuviese en las mieses y tampoco retenerlo con la esperanza de subir los precios.

Se creía que los mercados debían estar controlados: no se podían hacer ventas antes de determinadas horas que eran
anunciadas al toque de las campanas.

Los pobres debían tener la oportunidad de comprar primero el grano y sólo cuando sus necesidades estuviesen cubiertas una segunda campana permitiría que los comerciantes al por mayor pudiesen adquirir sus productos.

En Sevilla, por ejemplo, estaba establecido que esos comerciantes únicamente pudiesen participar en el comercio después del mediodía y que las reventas sólo pudiesen ser practicadas extramuros.

Los molineros y los panaderos eran considerados servidores de la comunidad en la que trabajaban no para lucrarse sino para lograr una ganancia razonable.

Pero resultaba del todo imposible limitar los precios de forma constante.

El modelo “paternalista” iba perdiendo terreno hasta que una nueva insurrección lo situaba de nuevo como solución exigida por los populares frente a la emergencia.

Era frecuente que la multitud exigiese a las autoridades locales que tomasen partido en el motín y que, en cierto modo, lo aprobasen o sancionasen poniéndose del lado del pueblo al reconocer los derechos demandados.

Dichos derechos solían consistir en un justiprecio o en el acceso, sin trabas ni dificultades, a un abastecimiento que resultaba básico para el sustento.

Mientras que en las zonas productoras los movimientos y las protestas iban encaminados a evitar la extracción de granos; en los núcleos urbanos se temía el desabastecimiento exigiendo a aquellos que tuviesen bienes almacenados a ponerlos de inmediato a disposición de la colectividad.

Jerónimo Castillo de Bobadilla, el autor de Política para corregidores (1597) escribió a ese respecto: “Muchas vezes hize sacar el trigo sobreado no sólo de casas de seglares, pero de canónigos y clérigos ricos, y aun de las iglesias y de los obispos, y de sus mayordomos, que lo grangean y venden a precios y por modos injustos”.

Según Jerónimo Castillo de Bobadilla, La Monarquía debía apoyar a los corregidores en esta tarea con mayor
efectividad pues él mismo se había visto excomulgadoapartar a alguien de la comunión de los fieles y del uso de los sacramentos) durante más de dos meses por tales acciones.

Pero el problema, según otros autores, era que si la Iglesia vendía los diezmos de su diócesis al precio oficial los propios pobres perderían toda vez que ello disminuiría la renta de los obispados, que no tendrían recursos para ejercitar la caridad. Lo anterior era la opinión del obispo de Córdoba, Antonio de Tapia, en 1652.

Por ejemplo, la tranquilidad de la población de la época (siglo XVII dependía de mantener la pieza de pan de kilo y medio considerada necesaria para mantener un hogar medio durante un día- a dos reales, siendo esta cuantía la mitad del ingreso de un trabajador medio en aquel tiempo).

De este modo, cuando, por ejemplo, en la primavera de 1652 alcanzó los seis reales en Sevilla los alborotos no tardarían en llegar. Hubo motines en los barrios de Omnium Sanctorum y Feria, al tiempo que grupos aislados atacaron las casas de algunos comerciantes.

Como medida de tranquilizar la situación, un decreto redujo el valor de la pieza de pan a un real y medio.

Los amotinados, en cualquier caso, aún tuvieron tiempo de invadir la Audiencia y de amenazar al regente y al arzobispo para que también la moneda devaluada recuperase su antiguo valor.

Estos disturbios andaluces, extensibles en todo caso a otras zonas geográficas, arrojan luz sobre el frágil compromiso en que en última instancia descansaba el orden público.

En Inglaterra E. P. Thompson ha señalado que el motín es ciertamente un modelo de protesta social derivado de un consenso respecto a la economía moral del bienestar público en tiempos de escasez.

«Antiguos principios niveladores”, es decir, determinadas actitudes contra los ricos y una recurrente demanda de “nivelación” económica.

Todo esto provocaba impacto psíquico e injusticias.

ESPACIOS Y ELEMENTOS DE SOCIABILIDAD

Estudio de las formas de sociabilidad, según

Maurice Agulhon, considerado su principal precursor, acudió a esta categoría para definir cualquier relación humana al entender que la noción de sociabilidad sería definida como principio de esas mismas relaciones humanas y como la visible aptitud de cualquier individuo para vivir en sociedad.

Según Agulhon, todo grupo humano posee su sociabilidad no siendo unos individuos más “sociables” que otros; cada cuál, entiéndase, sería sociable a su manera y es esta circunstancia la que desplaza el componente ideológico de la sociabilidad para convertirla en un sujeto histórico.

En las zonas rurales, la comunidad local, formada por la parroquia y el concejo, constituyó, junto con la casa, uno de los
grandes escenarios en los que se desarrolló la vida de los hombres y las mujeres durante la Modernidad. No obstante, el progresivo (aunque lento) desarrollo del urbanismo en Europa generó o bien afianzó nuevos espacios para la sociabilidad más allá de esos dos ejes directores.

Tanto el mundo señorial como el entorno cortesano dieron pie a nuevas formas relacionales (circunscritas a una minoría) que convivieron con las tradicionales y en las que el simbolismo y el estatuto jugarían un papel fundamental.

Existían también modelos de sociabilidad formales, regidos en parte por las instituciones, y de otros de naturaleza informal en los que la esfera privada y el ocio (en contraposición al negocio y la ocupación) son determinantes.

ENTORNOS CORTESANOS

La sociedad cortesana es el título de un libro escrito por Norbert Elias en 1969. Confirma la preeminencia de la corte como modelo relacional sobre todo a finales del siglo XVII y presentó una sociedad cortesana que actuaba como un poderoso agente en el proceso civilizador.

Ejemplo: La corte de Luis XIV, presentó la corte monárquica como un instrumento que habría contribuido a una domesticación de la nobleza, supeditada ahora a un intenso culto al rey. Puede decirse que la corte servía para atraer al entorno inmediato del rey a toda la nobleza y que su funcionamiento se regía por una compleja concesión de dádivas, honores y prestigio. Luis XIV, en cualquier caso, no fue el inventor de la corte pero su modelo, como definió Elias, fue quizás el más exacto.

La concentración de individuos en torno a la persona del rey, nobles, oficiales, pretendientes o sirvientes, fue constante en la Europa del Antiguo Régimen, la corte, durante el periodo moderno con la sociabilidad pasó a tener una función política que estaba destinada a reforzar la autoridad regia.

El entorno cortesano, debía proporcionar un escenario de brillantez y esplendor para el rey y su familia y hacer de él el ecosistema en el que las expectativas de todos aquellos que le rodeaban podrían verse colmadas.

La rutina diaria del rey, desde que se despertaba hasta que, caída la noche, regresaba a sus aposentos, podía servir para visibilizar jerarquías entre sus súbditos, favores del rey o caídas en desgracia: estar próximo a la alcoba del rey, acompañarle mientras almorzaba, asistirle o servirle en su cotidianeidad eran acciones destinadas a dar visibilidad a esas relaciones.

Se trataba del servicio doméstico de la casa real muchas veces indistinguible de la corte, ciertamente, el comportamiento que se tuviera en ella podía ser determinante en la consecución de objetivos por parte de un determinado individuo.

Los bailes, las fiestas o las representaciones de teatro a las que el rey asistía no tenían sólo como objeto primordial el entretenimiento del entorno cortesano sino que, con símbolos e imágenes de poder, se trataba con ellos de publicitar la grandeza del monarca.

Del mismo modo también deben ser consideradas la restauración y ampliación de palacios reales o el traslado de la corte francesa a Versalles en 1682.

“Todas son cortas las cosas en las Cortes, sino es la maldad, y la bellaquería que es perpetua y nunca se acaba”, escribió a comienzos del siglo XVII Julio Antonio Brancalasso en Nápoles.

Pedro Fernández de Navarrete dijo de la corte española que la población que había en ella era demasiado numerosa: “La que ay en esta Corte, es excessiua en numero, y assi es bien descargarla de mucha parte de ella, y mandar à los que huuieren de salir, que se vayan a sus tierras”.

Pero en otras ocasiones, el que una ciudad hubiese perdido su corte, como le sucedió a Valladolid a comienzos del
siglo XVII o a Lisboa, entre 1581 y 1640, era motivo de preocupación: Lisboa se hallaba entonces “sola y casi viuda” se dijo entonces, y algo así podía repercutir en el entorno urbano y en su vida diaria.

ESCENARIO URBANO

La ciudad moderna tuvo varios procesos:

La fase que ha sido denominada como la de la ruina de la ciudad de la Antigüedad y que abarcaría el periodo comprendido entre el Bajo Imperio Romano y las llamadas invasiones bárbaras configurando un mundo urbano en decadencia.

La fase de expansión que se inicia e el siglo XI y que, muy lentamente, conecta con los ciclos de los siglos XVI al XVIII, asentando un modelo de ciudad en el que tanto la civitas latina como el burgo medieval dan cuerpo tanto a su fisonomía como a su naturaleza política independiente frente a otros poderes.

Según James Casey, la ciudad moderna, distinguida tanto por sus murallas como sus privilegios, se erigiría como
una suerte de bastión de la libertad en no pocos espacios de Europa. La ciudad era, además, cabeza de un sistema regional de tipo autárquico.

Las relaciones entre los individuos urbanos gozaron de ciertos rasgos específicos, en comparación con lo que sucedía en el campo y la sociabilidad estuvo condicionada por ellos. La ciudad moderna sólo podía mantener su tamaño gracias a la afluencia constante de inmigrantes, así que el número de marginados y desarraigados era alto.

Los lazos entre la ciudad y el campo facilitaron la integración de los migrantes en estructuras de solidaridad formadas por parientes o por vecinos afincados con anterioridad en ella y que hicieron que el recién llegado no necesariamente se sintiese solo en las calles de la ciudad (la llamada “patria chica«).

En Roma, por ejemplo, había iglesias nacionales de florentinos, milaneses, aragoneses, franceses, castellanos… mientras que, en el Madrid barroco, las iglesias de San Antonio de los portugueses (más tarde de los alemanes) o de San Fermín de los navarros congregaban a los individuos provenientes de esos territorios ya fuera porque se encontrasen en la ciudad de forma permanente o estuviesen en ella de forma puntual.

En la ciudad, las solidaridades verticales, por las que el débil se podía sentir la protección de un superior, fueron un medio habitual de integración. Los bandos, grupos faccionarios que podían disputarse los oficios de una población y a cuyos líderes les asistía una amplia variedad de oficiales y lacayos, constituían una buena muestra del clientelismo.

Se producían innumerables disputas. Las ciudades se dividían en parroquias y barrios en los que se dividían las
ciudades, así como las cofradías. En este caso no sólo se trata de agrupaciones que acogen a los vecinos bajo una advocación de un patrón, un santo o la virgen. Había también grupos estructurados según oficios o profesiones, que daban pie a hermandades o que eran capaces de dotarse de hospitales asistenciales, y es ahí donde pueden confundirse con los gremios.

Las estructuras gremiales no eran igualitarias. Los gremios estaban controlados por los grandes maestros, a los que seguían oficiales y los aprendices. Para poder llegar a lo alto del escalafón era necesaria casi toda una vida y eran
sólo unos pocos los que lo lograban.

Los gremios se distribuían generalmente por calles concretas de las ciudades, condicionando su disposición y su
entramado, si bien fueron otros elementos urbanísticos surgidos durante la Modernidad los que tuvieron una mayor influencia en la nueva sociabilidad.

Las plazas mayores que empezaron a caracterizar a las ciudades españolas a partir del siglo XVI, amplias y de líneas rectas, eran espacios para el comercio, para el diálogo, para las procesiones, los autos de fe, los espectáculos taurinos… Solían ser porticadas y ello facilitaba el tránsito tanto en los días fríos y lluviosos del invierno como en las tórridas jornadas veraniegas.

Por ejemplo en la ciudad universitaria como Salamanca, la plaza sería incluso el escenario para actos relacionados con el doctoramiento de los estudiantes.

La plaza mayor era un símbolo del poder de la ciudad y en ella solían encontrarse los edificios públicos municipales, siendo expresión de una sociedad civil que ostentaba sus derechos ante el visitante.

Las alamedas y los paseos, flanqueados con álamos u otros árboles, también participaron de esos esquemas, siendo además lugares de recreo y esparcimiento vinculados al ocio.

Por ejemplo, El Prado en Madrid fue diseñado en la época de Carlos III, ajardinando una avenida que ya habían disfrutado los madrileños durante siglos.

Fue también en el siglo XVIII cuando Granada estableció su paseo junto al Genil. En el siglo XVII era más frecuente que los potentados de la ciudad paseasen a orillas del otro río, el Darro.

Mientras que en Valladolid las primeras delimitaciones del actual Campo Grande datan de mediados del setecientos.

CAFÉS, TERTULIAS, SALONES: EN TORNO A LA CONVERSACIÓN.

En el el siglo XVIII es importante el paseo como punto de encuentro y de conversación, pero serán otros espacios como los cafés, los salones o las sociedades, con sus tertulias, los lugares en los que la conversación se hallará siempre presente como un rasgo distintivo de sociabilidad.

La nueva forma de comunicación, «la conversación» representa uno de los rasgos distintivos de la nueva sociabilidad como es el trato igualitario entre los interlocutores. Debían respetar unos modales: el arte de la transición en los temas, la fluidez, la continuidad, naturalidad y progresión argumental, existía una etiqueta conversacional que impide
gritar o interrumpir y exige atender

Evidentemente el arte de la conversación ya estaba estado regulado desde los tiempos del Renacimiento; en los tratados sobre la materia se describían actitudes, la conveniencia de temas y materias, los modos de abordarlos y las maneras de comportarse e intervenir en la conversación, según quién fuera el hablante y cuál su condición.

En el siglo XVIII muchas de esas reglas desaparecen o son sustituidas por otras en especial cuando la conversación
se desarrolla en lugares ajenos a las convenciones de los espacios cortesanos y eclesiásticos, en su lugar, se privilegia la amistad, tanto si la reunión es en la propia casa o en el espacio público de tabernas, cafés, librerías o mentideros. Por ejemplo, pagar la consumición igualaba y daba derechos, que se completaban cuando de por medio estaba la amistad entre los hablantes, como se indica en «El café» de Alejandro Moya.

Se promocionaba la relación sincera y educada entre todos los individuos (basada en la utilidad civil, el buen gusto y el buen trato), era un valor en alza en la época, y se instaló como uno de los pilares sobre los que levantar la nueva sociedad; hay que añadir los de la sociabilidad, la urbanidad y la civilización.

Según Feijoo era el “ceremonial de la buena educación”, cuya práctica hacía grato el trato humano.

En la Europa del siglo XVIII surgen nuevas prácticas en las que esos nuevos registros de buena educación son vitales. En Francia los salones desempeñan un destacado papel intelectual y político en el que las mujeres llegan a ocupar un papel privilegiado.

Dicho fenómeno tiene una gran difusión y también tiene gran éxito en la península Ibérica. En España las relaciones sociales experimentan en el siglo XVIII cambios notables, de acuerdo con las transformaciones derivadas del reformismo ilustrado.

Se trata de un proceso de privatización y de separación entre clases altas (a menudo burguesas) y los grupos populares, situándose a medio camino entre la más elevada sociabilidad de corte y las tradicionales sociabilidades básicas de parentesco, vecindad, trabajo o religiosidad.

El ámbito doméstico-privado se combina con los establecimientos públicos y cada vez se da una mayor integración entre hombres y mujeres llegando estas últimas a ocupar un destacado lugar en esas prácticas: sobre todo en los salones.

Se ha demostrado que el papel y el protagonismo político no fue el mismo antes y después de la Revolución Francesa, es decir, total exclusión de la ciudadanía, como devaluación de la contribución de la mujer a la vida pública, durante el ciclo revolucionario contrasta con el papel que las mujeres tuvieron en los salones del Antiguo Régimen.

Tertulias, academias, salones, cafés fueron en el siglo XVIII escenarios y tiempos esenciales en la vida de relación social y en muchos casos bebidas y alimentos de reciente introducción y origen exótico son muy importantes.

Bebidas como el chocolate, el café o else constituyen como elementos imprescindibles de esta nueva sociabilidad.

El tradicional chocolate se juntará el café, producto que dará nombre a establecimientos que, además de espacios de consumo, se convertirán en centros de conversación y sociabilidad.

«La bottega del caffè«, es una obra teatral de Carlo Goldoni escrita en 1750, es un buen ejemplo de esta nueva realidad. La comedia se desarrolla entorno a uno de estos establecimientos en la ciudad de Venecia: es un lugar de encuentro, de paso, que sirve para reflexionar sobre la nueva burguesía, sus dinámicas y sus intereses.

Otros autores también dedicaron obras a esos espacios de conversación. En España, de Leandro Fernández de Moratín o de Ignacio González del Castillo, cuyas tramas transcurren en los cafés y en las tabernas.
Por ejemplo, Jovellanos habló en su Memoria sobre espectáculos y diversiones públicas (1792) de la necesidad de crear “casas de conversación”; muy similares a los clubes ingleses de corte masculino, a diferencia de los exitosos cafés, no tendrían demasiado desarrollo. Esos nuevos lugares que representaban los cafés fueron vistos como perturbadores del orden anterior establecido.

En cuanto a los periódicos; con los nuevos modelos de conducta basados en el buen gusto, en el hombre de bien; con
el nuevo modo de tratar las materias que se debatían, alejadas del asedio serio de los sabios y los eruditos, muchos de los cuales eran contrarios a las tertulias y a la conversación porque las materias, el conocimiento, se escapaban de su control y pasaban a ser del dominio público, si bien no se estudiaban con la precisión que ellos consideraban necesaria, y muchas veces se hacía de forma aproximativa, divulgativa y como forma de opinión.

Los cafés y las tertulias, la conversación, provocó que el saber abandonara los entornos conocidos que hasta entonces le eran propios, dominados por el mundo de la erudición, y pasara a difundirse en otros ámbitos.

«Los Vicios de las tertulias y concurrencias del tiempo», de Gabriel Quijano de 1785, y el «Tratado sobre las tertulias», de 1804, escrito por un sacerdote que oculta su nombre, son otros dos escritos emblemáticos de la resistencia a las nuevas formas de sociabilidad que representa la conversación. En estos libros se exponen los efectos y defectos de las conversaciones, sus excesos y perjuicios. Gabriel Quijano sabe que no se habla en realidad de religión, sino de política, de escabrosidades, de Voltaire y de Rousseau, de vanidades.

FAMILIA, GÉNERO Y COMUNIDAD

La vida social durante el Antiguo Régimen estuvo formada por una serie de instituciones englobadas dentro de los poderes inmediatos-que tuvieron a menudo un mayor predicamento que los órganos más visibles del llamado “Estado
Moderno”.

Estas instituciones encuadraban y controlaban a los hombres y a las mujeres al tiempo que tendían a otorgarles una cierta protección y seguridad. La familia y la comunidad son dos de esos poderes inmediatos que enmarcan los procesos vitales en la Época Moderna.

LA FAMILIA.

Para la inmensa mayoría de la población la vida transcurría en el marco de la familia; en consecuencia, sólo los cabezas de familia podrían aspirar a tener cierta visibilidad en el ámbito público. A ese status, se accedía cuando un individuo se convertía en vecino; esto es, el individuo se establecía de forma independiente al frente de una
unidad familiar en una determinada comunidad. La familia era una unidad de reproducción biológica, una pieza clave en la reproducción social a través de la descendencia:

Los diferentes modelos de familia.

En el siglo XIX estaba asentada la idea de que en la época preindustrial las características principales de las familias habían sido su gran extensión y su estructura compleja: múltiples parejas y varias generaciones conviviendo bajo un
mismo techo y bajo la autoridad de un único cabeza de familia.

La industrialización habría provocado una ruptura de ese modelo, sustituido por uno más simple: el conformado por la familia nuclear (pareja e hijos). Otros consideraron que esta evolución redundó en una liberación del individuo de las trabas familiares. Pero hubo también quien defendió lo contrario: el cambio habría provocado inestabilidad en la célula social básica. F. Le Play, el más célebre defensor de la familia troncal frente a una legislación liberal de carácter individualista.

El llamado Grupo de Cambridge, liderado por Peter Laslett, difundió en cambio una visión contraria, mostrando que el modelo familiar predominante en Inglaterra y otras regiones de la Europa occidental habría sido el de la familia sencilla.

Según análisis de registros parroquiales, han puesto de manifiesto que la pluralidad habría sido la norma.

Es fundamental establecer si se producen o no fenómenos de “neolocalismo” por el cual la nueva pareja establece una residencia separada o sigue conviviendo en el núcleo familiar; considerar los criterios familiares que afectan a la fecundidad, como es la edad de acceso al matrimonio, el celibato definitivo o las segundas nupcias de las viudas; los lazos de parentesco existentes en el grupo; o, en último término, la organización del trabajo en esas unidades familiares.

Tres grandes modelos familiares en la Europa moderna:

  1. La familia nuclear o sencilla. Formada por pareja e hijos pero que, atraviesa diferentes fases a lo largo de su existencia. Así inicialmente es sólo el núcleo conyugal, mientras que en una llamada etapa de plenitud se añaden los hijos del matrimonio. El ciclo se concluiría con la madre viuda y algunos de los hijos solteros que habrían permanecido en la casa o simplemente con la vida en solitario del padre o de la madre cuando los hijos
    han abandonado el hogar.
  2. La familia troncal. Se caracteriza porque la pareja formada por uno de los hijos y la nuera (o yerno e hija) y su descendencia, convive con la pareja de progenitores y también, temporal o definitivamente con algún hermano o
    hermana solteros. En la fase teórica de plenitud estaría constituida por tres generaciones.
  3. La familia comunitaria o compleja. Se trata de una familia con varios núcleos conyugales y su descendencia. La diferencia principal con la troncal es, por tanto, que no se limita a una única pareja.

La familia compleja dispone de una gran fuerza de trabajo familiar, sin necesidad de asalariados puede ocuparse de grandes explotaciones. Predomina en zonas donde el poder del señor o del propietario de la tierra es elevado y obliga a mantener ese elevado nivel de fuerza de trabajo para evitar que se pierda la parcela de tierra que le ha sido asignada a la familia. Es habitual del este de Europa, coincide con el área geográfica de la Segunda Servidumbre. También es visible en zonas de aparcería del centro de Italia, de Francia y los Balcanes. El interés del señor y el de los miembros del grupo es impedir que los hijos la abandonen.

La familia troncal predomina en áreas de economía pastoril y se adapta al objetivo de la perduración de una casa. Este concepto de casa engloba no sólo un núcleo habitado sino una unidad de explotación tierras, prados, y una serie de derechos comunitarios sobre esos pastos, la explotación del bosque, etcétera. Incluye, además, aspectos inmateriales como el nombre de la familia o la tradición del linaje.

Está relacionada, con el Oikos de la tradición griega y los modos de proceder centrados en la salvaguardia de la familia y de la “casa grande” en la que caben todas sus actividades- son de naturaleza económica, si se acude a la definición que hizo Otto Brünner de este concepto.
Una consecuencia de lo anterior es un sistema de herencia no igualitario: se impone el heredero único que a la muerte del padre adquirirá el rango de cabeza de familia. El resto de hermanos abandonan el núcleo, o bien integrándose en otra como esposa o nuera, o buscándose la vida en la emigración, recibiendo una dote a menudo.
Los solteros pueden permanecer en el núcleo, pero sometidos al cabeza de familia.

La familia nuclear predomina en la Europa noroccidental y en amplias zonas del Mediterráneo. No responde a objetivos tan específicos como los descritos para los otros dos modelos. Está definida por su adaptación a un sistema desigualitario o a formas de reparto más igualitarias. La formación de nuevas unidades domésticas sólo es posible a
la muerte del padre, o bien buscando acomodo en otras tierras o actividades. Abandonar el hogar, salvo en el caso del heredero, es lo más habitual en Inglaterra a cambio de una dote o ayuda y ello motiva que la edad de acceso al matrimonio sea baja siempre y cuando los salarios sean altos; en caso contrario, asciende esa edad por lo que la dinámica familiar se ve influenciada por el mercado.

En Francia, las costumbres hereditarias en el norte y oeste, zonas de predominio nuclear, son de tipo igualitario frente a las desigualdades del sur.

Es curioso el caso de Normandía, donde los hijos deben aportar al conjunto de la herencia los bienes que han recibido en vida de sus padres, normalmente la dote nupcial, produciéndose una restauración obligatoria de los bienes que han de ser repartidos, materialmente o mediante equivalente, entre todos.

Las tensiones familiares.

La familia comunitaria es quizás la más estable de los tres modelos explicados; es la que experimenta una evolución más lenta y la que exige de mayor cohesión, contribuyendo a ello el poder del cabeza de familia. Esta situación, no excluye el surgimiento de tensiones.

El relevo del patriarca es motivo habitual del conflicto al verse relegados algunos de los aspirantes tal vez ante un miembro de una generación posterior. También la convivencia entre las parejas puede ser motivo de disputa.

Si estos problemas llegan al extremo se podría producir una escisión incluso de naturaleza traumática.

Lo habitual es que la vida en el seno de la familia comunitaria se desarrolle en un universo cerrado en el que la voluntad individual se ve supeditada a las necesidades grupales. Los lazos de parentesco y las solidaridades suelen hacer que las tensiones sean controladas.

La familia troncal se presenta, por su parte, como foco de grandes tensiones que a menudo desembocan en la violencia.

Existen dos coyunturas de gran competencia: la designación del heredero, no siempre dependiente de la primogenitura, que enfrenta a los hermanos entre sí, y la cohabitación de la pareja joven con la de los padres a la espera de un relevo al frente de la jefatura familiar que puede tardar años.

Estos dos problemas eran también visibles en las familias comunitarias, pero aquí son más fuertes.

La familia troncal proyectó esas tensiones en el establecimiento de alianzas matrimoniales con otros grupos domésticos. Guiadas por el deseo de mantener o engrandecer su casa, las familias desarrollaron estrategias que pueden ser calificadas de “conquista” buscando alianzas ventajosas con los vecinos.

Es a través de las dotes como se desarrolla esa estrategia tratando que lo ingresado por la cesión de una nuera sea
superior al desembolso de las dotes otorgadas a las hijas.

Otra fórmula para el engrandecimiento de la casa es una estrategia que implica a varias generaciones y que aspira a reintegrar en la casa aquello que salió de ella en un momento concreto.

Hablamos pues de alianzas matrimoniales a menudo consanguíneas y que pueden suponer que la voluntad de los interesados apenas cuente frente a las necesidades de la casa.
La familia nuclear encuentra sus mayores tensiones en el momento en el que los niños pasan a la adolescencia (e incluso antes) y comienzan un ciclo en el que actúan como trabajadores, sirvientes o ayudantes dentro de la casa.

La aportación a la fuerza laboral de la casa es quebrada radicalmente cuando la abandonan debido a la emigración o el
matrimonio.

Era habitual en muchas sociedades el intercambio de hijos sirvientes. La socialización de los jóvenes se produce, así, estando separados de la familia propia, bajo la autoridad de otro jefe de familia con menores vínculos afectivos,
favoreciendo la preparación para una vida independiente y un cierto individualismo.

La búsqueda de la alianza matrimonial se producía generalmente en un área bastante circunscrita, endogámica (apareamiento entre individuos emparentados) y consanguínea.

Hay cuestiones económicas, pero también elementos vinculados a los elementos simbólicos: mediante las alianzas y los vínculos sociales se refuerza siempre la cohesión de la comunidad, por eso la elección del matrimonio es un proceso que interesa al núcleo familiar y a la colectividad.

El papel de la mujer.

Existía la preponderancia del hombre en el ámbito doméstico a partir de su rol de pater familias.

Ese papel se encontraba sustentado en el mundo cristiano por la imagen de la Sagrada Familia.

Para los moralistas la figura femenina de María ejemplificaba la bondad que se le suponía posible a las mujeres a la imitación de la Virgen, sin mancha de pecado original.

Pero era también en la Biblia donde se encontraba a la Eva pecadora y la inclinación al mal de la estirpe femenina.

Por eso, ambas imágenes podían convivir en discurso moral con imágenes contrapuestas.

Tanto los humanistas como los representantes de la neo-escolástica elaboraron discursos sobre la formación de las mujeres. Por ejemplo, Juan Justiniano, en el prólogo a la Formación de la mujer cristiana de Luis Vives, no dudaba en la superioridad del hombre a la hora de educar a la mujer: al hombre cabía formar y educar a las mujeres, así como gobernar la casa y la república.

Virtudes de la mujer cristiana eran por ejemplo el encierro y la domesticidad, la fidelidad, la entrega y la abnegación. Vives consideraba que la castidad, la obediencia y la sumisión, eran valores que debían aprenderse en la más temprana juventud, desde niñas. Es el acatamiento al marido aquello que produce la paz y la concordia familiar, sentenciará.

Fray Luis de León, explicará en «La perfecta casada» que las mujeres que pretendían realzar su belleza eran sospechosas de engaño hacia los hombres.

Testimonios como los del padre Mexía que hablan de que fue Dios quien “crió a la mujer tan hermosa: para que,
mirando, hablando, riendo y llorando, le trayga a sí como piedra yman”. Imagen negativa de la mujer que se observa en este tipo de opiniones, según la historiadora Isabel Morant, se vislumbra una cierta capacidad de actuación de las mujeres, concediéndoles un reconocimiento como actoras importantes en la vida conyugal.

Este papel de mayor ascendencia en el matrimonio es visible en los grupos privilegiados de la sociedad.

La llamada diplomacia en femenino, en la que las mujeres participaron no sólo a través de las estratégicas alianzas matrimoniales de las monarquías, sino dando pie a canales de transmisión de ideas, acuerdos, valores y
negocios pensados, gestionados y sellados por estas mujeres, pone en cuestión la idea de sometimiento absoluto.

La viudedad daba paso a una participación notable de la mujer en la vida pública.
Cuando la familia perdía al padre y los hijos no habían alcanzado la mayoría de edad, lo cual debía de ser bastante frecuente, la viuda pasaba a ser el cabeza de familia.

A veces, volvían a contraer nuevas nupcias, pero hasta que lo hacían, gozaban de un estatuto de notable autonomía por más que algún familiar cercano pudiese ejercer sobre ellas cierta influencia. Eran esas mujeres quienes gestionaban los patrimonios, quienes dotaban a sus hijas y quienes podían negociar sus casamientos.

En ocasiones, la viudedad podía precipitar a la miseria a toda una unidad familiar.

La mujer era una fuerza de trabajo en el ámbito doméstico, pero también, había casos que hablan de actividades
productivas fuera de ese contexto o al menos en lugares donde el taller y la vivienda se confunden, sin contar con la producción del método verlagsystem.

Las mujeres con la excepción de aquellas que se desempeñaban como nodrizas, amas o criadas en las grandes casas pasaron a ocupar preferencialmente empleos en lo que se ha venido en llamar «el sector periférico«.

La importancia de la mujer en el sector textil: por ejemplo, en la Córdoba de finales del siglo XVI, o en la Florencia de comienzos del siglo XVII.

En Madrid en 1625, sabemos que había mujeres que trabajaban como posaderas, gallineras, mesoneras o incluso como tratantes en el Rastro.

También fueron muchas las mujeres que en el Antiguo Régimen pasaron sus días en clausura. No perdían el contacto con el exterior por competo: mantenían vínculos familiares, recibían visitas en algunos casos y estaban al corriente de lo que sucedía extramuros.

Teresa de Jesús o María de Jesús de Ágreda son ejemplos importantes de esta situación y representativos de esas capacidades.

LA COMUNIDAD.

En el mundo rural, se desarrolló el ciclo vital de la mayor parte de la población durante la Edad Moderna, la comunidad local (generalmente, la aldea) jugó también un papel importante.

La solidaridad entre las distintas familias de un lugar era así visible en el aprovechamiento compartido, del medio natural o de los ciclos de trabajo. Respondía a un deseo común de lograr una paz pública interna o una defensa frente a las agresiones del exterior, desde las comunidades vecinas o desde ámbitos de poder superior.

La participación en festividades o en actividades religiosas fomentaba esa idea de comunidad y garantizaba un refuerzo de la identidad local.

La parroquia y la cofradía.

La parroquia fue una de las instituciones que mayor importancia tuvo en la comunidad local. Su área de acción solía coincidir con el de la aldea si bien en zonas de hábitats dispersos podía cubrir varios lugares de dimensiones aún más reducidas.

La parroquia encuadraba a los individuos desde su nacimiento hasta su muerte, siendo el escenario ritual de cada uno de los pasos fundamentales en el ciclo de vida: el nacimiento, el matrimonio, la paternidad y la muerte. Pero influía además en lo cotidiano marcando además los ritmos semanales y estacionales vinculados al trabajo, llegando a definir periodos de abstinencia sexual a lo largo del año.

Símbolo de la constante presencia de la parroquia en las vidas de los miembros de una comunidad serían las campanas que regularían ritmos, servirían de avisos frente a peligros o de convocatoria para muchas de las actividades comunitarias.

La parroquia es un lugar de reunión y de refugio, estimulaba la organización comunitaria mediante la exigencia de respuesta colectiva de culto. La construcción y el mantenimiento de las estructuras de las iglesias, su ornamentación y limpieza, dependía de grupos de individuos organizados en las llamadas fábricas.

Las ayudas mutuas, la beneficencia o la enseñanza eran actividades que podían repercutir sobre la comunidad.

Fueron las cofradías como sociedades de mutua ayuda bajo una función religiosa, aquellas que tuvieron una mayor importancia para estrechar lazos y velar por una vida ordenada acorde al respeto de normas de convivencia establecidos por la Iglesia de todos y cada uno de sus miembros.

El municipio.

El carácter civil de la acción y organización de la actividad comunitaria fue visible a través del papel de los municipios donde los núcleos de población alcanzaban mayores dimensiones.

Los municipios constituían instituciones de carácter permanente que actuaban en nombre de todos los vecinos de un lugar. Sus funciones eran amplísimas:

En primer lugar, su papel en la regulación de la vida agraria.

En las zonas de campos abiertos de la Europa nororiental (predominaba la rotación trienal), los municipios fueron responsables de la fijación del cultivo que se debía llevar en cada una de las grandes hojas en que se dividen los campos, así como de las fechas de la realización de las principales tareas agrícolas.

La propiedad privada y la explotación de cada familia podían verse sometidas a una serie de servidumbres comunitarias cuya regulación dependía del común. El aprovechamiento de las tierras comunales, ya fuera para pastos o para la extracción de leña u otros productos forestales, era regulada dentro de su marco competencial.

Debían garantizar el abastecimiento de la población, el municipio debía vigilar que en épocas de escasez no se pudiesen extraer productos de primera necesidad; podían solicitar a poderes superiores permisos para la organización de ferias o mercados, determinadas obras públicas, como la reparación de los caminos y de los canales. Sus ordenanzas se ocupaban de asuntos como la enseñanza y la sanidad.

En tiempos de epidemias, los cercos sanitarios o el control de los enfermos y posibles infectados dependió de los municipios.

Existía en el municipio y en la comunidad una vocación autónoma que choca con la idea de sumisión al poder político central y es en sus relaciones con el mundo exterior donde más se haría notar la actuación política del común.

Esa acción se vio amenazada por la Iglesia, los señoríos y el príncipe, pero el carácter resistente de las comunidades no debe ser obviado pese a los retrocesos que en muchas ocasiones padecerían.

En los entornos rurales, se dan tres causas principales: el empobrecimiento, las divisiones en su interior y la pérdida de la autonomía.

El empobrecimiento se convierte en endeudamiento y en una perdida de bienes y derechos.

Con ocasión de coyunturas extraordinarias, pero de relativa frecuencia, como las malas cosechas, las epidemias o las devastaciones causadas por las guerras, no serían pocas las veces en las que fue necesario recurrir al crédito cargando las rentas municipales e hipotecando actuaciones futuras.

Cuando las cargas son demasiado grandes tienen que vender parte de los comunales, y es cuando el señor o el príncipe tratan de apropiarse de las tierras comunales. Un ejemplo es el proceso de cercamientos (enclosures) que se produce en Inglaterra.

La división interna de la comunidad es el resultado de los intereses divergentes de sus miembros y puede provocar una crisis en la solidaridad. Donde la propiedad y la explotación es más desigual, mayor es la represión comunitaria y también la reacción del común. Los cargos políticos suelen estar en manos de las oligarquías locales, pudiendo imponer sus decisiones a la mayoría.

La pérdida de la autonomía es el último eslabón de la decadencia municipal ante la presión externa.

Los corregidores, los intendentes u otros funcionarios hablaban de la intromisión externa y de las visitas parroquiales que se organizaban desde el obispado y que condicionaban a la comunidad.

Los señores pueden designar quiénes serán los líderes de una determinada población, de forma directa o indirecta, haciendo de sus redes clientelares.

El régimen señorial y las comunidades.

El poder de los señores procedía de dos fuentes principales: la propiedad efectiva de la tierra y su capacidad de mando militar y judicial en un determinado territorio.

En cuanto a la propiedad efectiva de la tierra, su capacidad de disposición de la tierra les otorgaba un enorme poder de presión sobre una comunidad que precisaba de ella para su trabajo y su sustento. Los grados de dominio que el señor tenía sobre las tierras de su señorío y la forma de cesión de estas a los campesinos son muy variados.

La capacidad de mando provenía de su papel de defensor del territorio y de su función militar. En el Medievo, la importancia militar de los señores había ido disminuyendo frente al ascenso de las monarquías, quedando poco a poco el ejercicio de la fuerza sobre los vasallos en manos del aparato de estas.
Los señores, por su parte, mantuvieron un importante poder jurisdiccional, siendo esa una de sus principales fortalezas.

Se pueden distinguir tres tipos de tipificación del señorío en la Edad Moderna:

  1. La Europa al este del río Elba. Fue el escenario de la llamada Segunda Servidumbre. Sus tres características básicas fueron las siguientes:
    • Una enorme extensión de las reservas señoriales, es decir, de la tierra que el señor contrapartida de las parcelas familiares que el señor otorgaba se reservaba para explotarla directamente, los campesinos se veían obligados a trabajar, normalmente a cambio de nada y en ocasiones a precios tasados por el señor, las tierras de este en una serie de días a la semana, cuyo número fue aumentando paulatinamente;
    • sujeción del campesino a la tierra, impidiendo su posibilidad de emigración, controlando que los matrimonios se realizasen dentro del señorío y a temprana edad, al tiempo que se limitaban los aprendizajes de oficios. El sistema, pues, se basaba en un enorme poderío nobiliario ante monarquías débiles, como la polaca, u otras que, aunque se reforzaron, durante la Edad Moderna piénsese en la Rusia de los Romanov hubieron de conceder a la nobleza el control de sus siervos a cambio de su apoyo.
  2. Europa occidental. La servidumbre había desaparecido prácticamente por completo durante la Edad Moderna. No obstante, hay diferentes modelos dependiendo del grado de control del señor sobre la tierra o la forma de cesión. Se pueden observar características comunes en buena parte de Francia, en los territorios de la corona de Aragón y en el norte de Italia. En esas regiones los señores habían repartido la tierra en enfiteusis entre los campesinos. Esta forma de cesión suponía una división del dominio sobre la tierra: el dominio directo quedaba en manos del señor, mientras que el útil correspondía al campesinado. De este modo los miembros de este último grupo tenían una gran autonomía dentro del derecho útil: podían transmitir el usufructo por herencia o dote, venderlo o hipotecarlo; a cambio, debían pagar censos anuales al señor en dinero o especias. Así las cosas, el señor ejerce fundamentalmente un poder jurisdiccional, si bien no faltarán los intentos de recuperar las tierras cedidas en arrendamiento a corto plazo. Esto también pasaba con los señores en el norte de Francia o el sur de Italia y España, territorios que se encuadran en una modalidad de cesión diferente. Se mantuvieron grandes extensiones de tierra, que arrendaban a corto plazo o en aparcería. Era más frecuente entre los grandes propietarios, siendo, en cambio, la élite local arrendataria, la que suele actuar como administradores y delegados del señor, quien tiene una presencia más visible en el territorio.
  3. El caso inglés. En Inglaterra existía un proceso de concentración de tierras en manos de los señores a costa de los campesinos. El fenómeno fue el resultado de tres fórmulas de actuación: la compra de esas tierras; la paulatina expulsión de los campesinos del dominio útil aumentando los derechos de transmisión entre generaciones y la simple usurpación de los terrenos comunales, que eran considerados por las élites poco improductivos. Así, las fincas fueron arrendadas a empresarios capitalistas que emplearon generalmente a personas asalariadas y ello condujo a una pérdida del influjo social del señor. Estos empresarios capitalistas residían en Londres y mantuvieron sus mansiones y se encargaron de gestionar las propiedades a través de intermediarios.

LA RAZA COMO CATEGORÍA PARA LA HISTORIA SOCIAL DE LA EXCLUSIÓN

La ciencia genética ha demostrado la falta de argumentos biomoleculares para establecer la categoría de “raza” como un criterio válido para ordenar la diversidad humana.

Según Luigi Luca Cavalli-Sforza, en cualquier sistema genético siempre se encuentra un gran elevado grado de polimorfismo, por eso puede señalarse que el mito de la pureza genética es simplemente un mito, una falacia sin base
alguna.

Puede afirmarse que cualquier clasificación racial simplifica la diversidad humana de tal manera que se vuelve una finalidad omitiendo la gran variedad genética y todas las posibles zonas de transición que son negadas al establecer compartimentos estancos.

Por eso las “razas” se basan en objetivos de marginación.

Las relaciones interhumanas se han estructurado por medio de la significación de características biológicas o seudobiológicas con el fin de construir colectividades diferenciadas.

El concepto raza es una construcción social, una categoría a menudo destinada a la exclusión a la que los modernistas han dedicado cada vez mayor atención.

LA LIMPIEZA DE SANGRE.

Tras la persecución y los motines en contra de los judíos en la península Ibérica en el año 1391, gran parte de la comunidad sefardí consideró como única posibilidad de supervivencia su conversión al cristianismo.

Un siglo más tarde se calcula que unos 200.000 judíos pudieron abandonar los reinos de la Monarquía y se repitieron las conversiones en masa como consecuencia del edicto de expulsión de los judíos promulgado por los Reyes Católicos en 1492.

Muchos judíos se refugiaron en Portugal, aunque también fueron expulsados de ese reino en 1497, encontrando después refugio en el Magreb, en los Países Bajos o en la ciudad de Hamburgo, donde la comunidad sefardita creció y floreció.

En la Península ibérica, la nueva posición socioeconómica de los neófitos (persona que se ha convertido recientemente a una religión, especialmente la que acaba de ser bautizada, derivada de las conversiones), estimuló reacciones que probablemente fueron de envidia y angustia por la competencia generada en numerosos oficios y beneficios.

Algunos conversos de la primera generación continuaron practicando su cultura y su religión judía bajo el manto del cristianismo.
Incurrieron así en delito de herejía: criptojudaísmo (adhesión confidencial al judaísmo mientras se declara públicamente ser de otra fe). Como consecuencia, en las instituciones españolas se difunde rápidamente una tendencia excluyente. Con el fin de impedir a los judeoconversos su acceso a cargos y diversas instituciones, se decretan los «Estatutos de Limpieza de Sangre». Se trata de un mecanismo de discriminación legal.

La Pureza de Sangre, fue instaurada por vez primera en la Sentencia-Estatuto de 1449 en Toledo y se extendió a diversas instituciones a lo largo de los siglos XV, XVI y XVII.

Las aportaciones de Juan Martínez Silíceo en 1547 terminarían por asentar ese modelo. Era arzobispo de Toledo y declarado antijudío y acusó a los conversos de estar confabulando con los judíos de Constantinopla.

Los estatutos o Sentencia, con las investigaciones genealógicas que conllevaban, vetaban el acceso a colegios mayores, órdenes militares, monasterios, cabildos catedralicios o a la propia Inquisición a aquellos cristianos a los que se les pudiese comprobar sangre judía, mora o hereje en sus antepasados.

Para acceder a las instituciones se hizo necesario certificar la pureza de sangre presentando un árbol genealógico mediante un procedimiento llamado prueba de sangre que trataba de demostrar el carácter inmaculado de los aspirantes y consistía en un riguroso análisis de su linaje.

Las cláusulas de la limpieza de sangre que se exigían reflejan el miedo de la sociedad cristiana vieja ante una asimilación judeoconversa. Por eso la limpieza de sangre tenía la función de bloqueo y obstaculización de la movilidad vertical de los cristianos nuevos.

El sistema de la limpieza de sangre representó pues el comienzo de un nuevo sistema de segregación, puesto que después de las conversiones los judeoconversos seguían siendo discriminados por su ascendencia, aunque los bautizos se hubiesen efectuado varias generaciones antes.

Así que se dio una gran contrariedad y fue entonces cundo se comenzó a decir que la “sangre judía” de los “cristianos nuevosconservaba su carácter deshonesto y degenerado pues las inclinaciones malignas y la falta de moral de los judíos se heredaban de generación en generación y no importaba siquiera que hubiesen sido bautizados.

Por ejemplo dicha contrariedad se puede comprobar en la obra «Centinela contra los judíos» de 1674 recogía todos los estereotipos y alegaciones contra los judíos pues entendían que eran falsos cristianos; autor Francisco de Torrejoncillo fraile extremeño que plasmó la idea de que el ser judío se definía por la sangre, sin importar si la persona estaba o no bautizada. “Para ser enemigos de Christianos….no es necesario ser padre, basta la madre, y esta aun no entera, basta la mitad, y ni aun tanto, basta un quarto, y aun octavo, y la Inquisición Santa ha descubierto en nuestros tiempos que hasta distantes veinte un grados se han conocido judaiçar”.

Un discurso teológico pudo fabricar un determinismo biológico en detrimento de personas que eran calificadas como impuras y por tanto inferiores por tener antepasados judíos o musulmanes.

RAZA Y LIMPIEZA.

Puede ser que la primera vez que se utilizó el concepto raza en la literatura hispana fuese en la obra» Corvacho, o reprobación del amor mundando» escrita por Alfonso Martínez de Toledo en el año 1438 (Arcipreste de Talavera, fue un escritor español del prerrenacimiento que vivió en Aragón y fue racionero de la catedral de Toledo, ciudad donde nació).

En esta obra la raza era entendida simplemente como una manifestación de procedencia, como linaje: el bueno
y de buena raza todavía retrae de donde viene, y el desaventurado, de vil raza y linaje, por grande que sea y mucho que tenga, nuca retraerá sino la vileza de donde desciende”.

El autor utiliza en sus páginas la expresión raza de forma neutral y sólo la inclusión de un adjetivo positivo buena raza o peyorativo vil raza hace que el término obtenga un componente ideológico.

Cincuenta años después, el humanista Antonio de Nebrija (fue el primer humanista hispánico, célebre por su Gramática castellana en 1492, primera gramática en una lengua europea moderna, fue el principal introductor del Renacimiento italiano en la Península Ibérica, a partir de 1470) que incluyó en su Diccionario de 1493 dos acepciones del término raza: raça como rayo de sol o, raça del paño, es decir, un defecto de la tele, donde la irregularidad del tejido permite que pasen los rayos del sol. Si se entiende, que estas formas serían las habituales para utilizar el término en el siglo XV pese a los avances de Martínez de Toledo, se puede inferir que no existía todavía un enlace semántico con la “limpieza de sangre”.

El arzobispo Silíceo, a propósito de la instauración de los estatutos de limpieza de sangre en el arzobispado de Toledo en 1547 fue el primero en utilizar el concepto de “raza” en ese contexto. Los que fuesen beneficiarios o canónigos de esa iglesia debían ser cristianos viejos “sin raza de judío ni moro ni herejes”.

Otros autores como Augustín Salucio, Vicente da Costa Matos o Diego Gauillan Vela recurrieron a ese término a la manera de Silíceo.
Raza era sinónimo de “mácula” de “sangre impura”. Por tanto, si también la raza era un defecto de los tejidos, lo era también de las personas.

Augustín Salucio (predicador de Felipe II, escritor) escribió por ejemplo “para tener raza basta un rebisabuelo judío, aunque los otros 15 sean Cristianisimos y nobilissimos.

El lexicógrafo toledano Sebasstián de Covarrubias, quien en su «Tesoro de la lengua castellana» de 1611 afirmó: Raza en los linages se toman en mala parte, como tener alguna raza de Moro, o Judio.”

Por ejemplo, el filólogo Lorenzo Franciosini explicaba en su «Vocabolario italiano e spagnolo» de 1620 una definición que pone de manifiesto la cercanía entre limpieza y raza. Decía: «Todo el que es cristiano viejo, es porque no tiene raza, ni procedencia mora ni judía”.

Aunque el antijudaísmo de la Edad Moderna fue complementado por la ciencia aristotélica ello no permite hablar de un racismo científico. Por ejemplo, en 1645, el teólogo Castejón y Fonseca, basándose en Galeno, trató de integrar teorías médicas clásicas con la perspectiva teológica cuando afirmó que “las inclinaciones proceden de los humores: estos recivimos de nuestros ascendientes, de qualquiera podemos recibir veneno”.

Los tratados sobre la limpieza de sangre se articulan mediante la racionalización y apropiación de formas de argumentación no teológicas, sin necesidad de alcanzar un cientifismo, inaceptable por parte de la Inquisición.

En 1638 Jiménez Patón aborda igualmente la pregunta sobre el significado del “ser limpio” y afirma: “… que son los
limpios Christianos viejos, sin raza, macula, ni descendencia, ni fama, ni rumor dello”.

La lógica de la limpieza se constituye como una construcción ideológica, con un discurso desarrollado a posteriori que intentaba legitimar los “estatutos de limpieza de sangre”. Se formó mediante la fusión de elementos provenientes del fanatismo religioso y de la instrumentalización de las ciencias naturales griegas, para finalmente canalizar los resentimientos sociales y las ambiciones de honor y de poder.

Por tanto, la idea de la “limpieza de sangre” pone en evidencia el miedo y la envidia social propia de la época.

LOS MORISCOS.

Los moriscos también sufrieron la exclusión. Aunque en las capitulaciones de la conquista de Granada se había garantizado a la población local el mantenimiento de su lengua, cultura y religión, una década después, tras tensiones derivadas de los abusos de los nuevos señores establecidos en la región, los levantamientos de los musulmanes fueron la excusa perfecta para que se rompiese lo acordado: todos los moriscos que vivían en la corona de Castilla habrían de elegir entre el bautismo o el exilio.

En Valencia, la Corona prometió en las Cortes que los musulmanes no serían convertidos a la fuerza, si bien todo
ello se vino abajo en la revuelta de las Germanías. El problema era el de la asimilación de los moriscos a pesar de ser nuevos convertidos. Existía la confianza de que se podía conseguir mucho mediante la predicación y la enseñanza.

Las concordias suscritas en 1526 y 1528 hacían ver a los moriscos que la Inquisición no sería demasiado rigurosa en sus pesquisas al menos durante el término de cuarenta años, durante los cuales serían instruidos en el cristianismo. Hacía 1570 un observador comentaba: “No sé que es la causa que estamos tan ciegos que … andamos a convertir los infieles del Japón, de la China y de otras partes y provincias remotísimas, que aunque es obra muy buena y muy santa parece que es como si uno que tiene la casa llena de víboras y escorpiones no pusiera cuidado en limpiarla de ellos, y dejando en evidente peligro a su mujer e hijos, se fuese a cazar leones o avestruces a África”.

Había quejas constantes de que las misiones peninsulares no habían atraído el entusiasmo de ultramar y todavía en una fecha tan tardía como 1604 había propuestas para instruir a los predicadores en la lengua árabe, para actuar con mayor efectividad.

Fray Jaime Bleda, dominico valenciano y principal defensor de la expulsión de todos los moriscos, creía que la predicación no era el único problema. Basándose en su experiencia como rector parroquial a finales del siglo XVI consideraba que los moriscos rechazaban el cristianismo no por ignorancia sino por malicia.

En la década de los sesenta del siglo XVI los cuarenta años de gracia concedidos por las concordias ya se habían cumplido. En 1566 fueron resucitadas viejas medidas prohibiendo la lengua y las costumbres árabes, a pesar de que Francisco Núñez Muley, recordase que los cristianos egipcios hablaban árabe y que los trajes y los elementos musicales de Granada eran regionales y no religiosos.

Las tensiones derivadas por esas prohibiciones fueron el caldo de cultivo en el que se produjo la segunda revuelta de las Alpujarras (1568-1570), cuya liquidación motivó la dispersión de los granadinos por toda Castilla.

El problema morisco fue sobre todo valenciano y, en menor medida, aragonés. En esta última fase de unas Españas musulmanas la Inquisición adquirió una notable importancia, pero también lo hizo la parroquia.

La estructura parroquial muy imperfecta generó una nueva rutina de observancia religiosa, reflejada en los registros de bautismos, matrimonios y defunciones. Los intentos de establecer parroquias en territorios musulmanes habían empezado ya en 1535 en Valencia pero era algo que avanzaba lentamente por los costes implicados: la destrucción o
reedificación de la mezquita, la dotación de un clérigo residente constituían gastos difíciles de cubrir.

El diezmo iba tradicionalmente a parar a obispos o capítulos catedralicios (designa ciertos cuerpos eclesiásticos corporativos, se deriva del capítulo del libro de reglas que se solía leer en las asambleas de monjes) y sólo una pequeña proporción era destinada a las parroquias. A comienzos del siglo XVII sólo 74 de 129 parroquias moriscas en Valencia podían garantizar el pago de un clérigo.

Las parroquias aunque sin recursos llegaron a convertirse en los espacios de la vida cotidiana también para los moriscos. También se estableció un control más estricto sobre los diferentes estadios del ciclo vital.

Seguían existiendo dudas sobre posibles ritos paralelos y Bleda creía que normas canónicas relacionadas con la dispensa de consanguineidad, la bigamia o la anulación del matrimonio no siempre se podían hacer cumplir.

Según el obispo de Orihuela en 1595 el verdadero matrimonio era el redactado por el alfaquí, es decir, el maestro o sabio de la ley musulmana.

Los ejemplos que atestiguan la supervivencia de la dote islámica (la dotación de la novia por el novio), más que la dote europea, sugerirían como mínimo que una cultura distinta seguía viva en el seno de la familia.

Los rituales musulmanes de la muerte, colocación de la persona fallecida de modo que mirase al este, entierro en tierra virgen, se combatían todavía en 1570 mediante órdenes para que los sacerdotes fuesen llamados al lecho de muerte de los moriscos y testificasen la colocación del cadáver en la tumba.

Los alguaciles responsables de hacer cumplir los edictos contra las prácticas musulmanas estaban sujetos a gran presión en las pequeñas comunidades y los carniceros cortaban la carne a la manera musulmana con tal de no perder clientes.

Los moriscos en teoría seguían gozando de una protección informal. El arzobispo Ribera de Valencia, dudaba de que los moriscos llegasen a convertirse en verdaderos cristianos pero le repugnaba la idea que se procediese contra ellos con excesivo rigor, por las implicaciones sociales que algo así podría suponer.

Sería en la corte donde se dirimiese el destino de los moriscos a partir del último tercio del siglo XVI, un momento en el que empezó a detectarse una creciente conflictividad entre señores y aljamas (Mezquita principal de una población, donde cada viernes a mediodía los fieles se reúnen obligatoriamente a orar).

Si la población morisca en la primera mitad de ese siglo había retrocedido, entre 1565 y 1609 experimentaría un
crecimiento de un 70%. Esto generó miedo y sospechas. El viejo argumento de que los moriscos eran una “quinta columna”, un aliado potencial del Turco, el enemigo de la Monarquía Hispánica, ya no era tan relevante como lo había sido hasta la batalla de Lepanto (1571) pero la situación de los principados berberiscos y las incursiones de sus
piratas era preocupante, pues corrieron bulos de alianzas con los ingleses y los franceses en torno al año 1600.

La intranquilidad alimentaría la decisión del desenlace de la expulsión entre 1609 y 1614. En esos años 275.000
personas fueron conducidas desde los puertos españoles al norte de África. A nivel de toda la Monarquía Hispánica puede que el trastorno no fuese muy grande, pero en el caso de Aragón y, sobre todo, en Valencia, la medida fue muy traumática, afectando a una de cada tres personas.

HISTORIOGRAFÍA E HISTORIA SOCIAL

No siempre los historiadores y los sociólogos fueron buenos amigos.

Podríamos definir la sociología como un estudio de la sociedad humana con énfasis en las generalizaciones sobre su estructura y desarrollo.

La historia se define como el estudio de las sociedades humanas destacando las diferencias entre ellas y los cambios que han experimentado a lo largo del tiempo. Los dos enfoques han sido en ocasiones vistos como contradictorios, si bien parece más pertinente tratarlos como complementarios.

Los historiadores se especializan en una región particular y su “parroquia” puede llegar a parecerles absolutamente única, en lugar de una combinación única de elementos que, cada uno en singular, tiene paralelos en otras partes.

Los teóricos sociales muestran según Burke, un espíritu parroquial en sentido metafórico, lo hacen siempre que
generalizan acerca de la sociedad con base sólo a la experiencia contemporánea o cuando hablan del cambio social sin tener en cuenta procesos de largo alcance.

Braudel dijo al respecto que el suyo era “un diálogo de sordos”. Puede que todo parta de los procesos de preparación de sus trabajos, de sus valores o de sus estilos de pensamiento. Los sociólogos, por ejemplo, se preparan para anotar o
formular reglas generales, dejando a un lado a menudo las excepciones. Mientras que los historiadores prestan atención a lo concreto a expensas de lo general.

No se puede considerar que en el siglo XVIII hubiese disputas entre sociólogos e historiadores dado que la sociología no existía todavía como disciplina independiente.
Pese a que Charles de Montesquieu, Adam Ferguson y John Millar han sido proclamados por sociólogos y antropólogos como sus precursores y alguna vez han sido definidos como los “padres fundadores” de la sociología, jamás se propusieron fundar una nueva disciplina. Lo mismo puede decirse de Adam Smith, visto por algunos como el fundador
de la economía.
Es mejor definir a estos cuatro autores como teóricos sociales, que examinaban la “sociedad civil” de la misma forma que pensadores anteriores, de Platón a Locke, habían examinado el “Estado”. El espíritu de las leyes (1748) de Montesquieu, el Ensayo sobre la historia de la sociedad civil (1767) de Ferguson, las Observaciones sobre las
distinciones de rango (1771) de Millar
y La riqueza de las naciones (1776) de Smith eran obras de teoría general, interesadas en la teoría de la sociedad.

Los autores estudiaban sistemas sociales y económicos (el sistema feudal, el sistema mercantil). Tenían en común la distinción de cuatro tipos de sociedades según sus modos de subsistencia ya fueran estos la caza, la cría de animales, la agricultura o el comercio.

Estos teóricos sociales eran historiadores analíticos o filosóficos y prueba de ello es que la obra de Smith era una breve historia económica de Europa.

También Montesquieu escribió sobre la grandeza y la decadencia de Roma; Ferguson sobre el progreso y el fin de la república romana, mientras que Millar se ocupó de la relación entre el gobierno y la sociedad desde la época anglosajona hasta el reinado de Isabel I.

Otros autores estaban dejando a un lado los temas tradicionales de la historia (la política y la guerra, fundamentalmente) para ocuparse de la historia social entendida como el análisis de los procesos del comercio, las artes, el derecho y los usos y costumbres.

Voltaire escribió en 1756 su Ensayo sobre los usos, historia social de Europa desde la época de Carlomagno.

La History of Osnabrück de 1768 de Justus Möser, influido por Montesquieu, fue una demostración del examen combinado de instituciones y ambiente en Westfalia.

La Decadencia y caída del Imperio Romano (1776-1788) de Edward Gibbon fue una historia tanto social como política. Los capítulos sobre las invasiones bárbaras, destacando las características de las naciones pastoriles muestran deudas para con Ferguson y Smith.

Para Gibbon, la capacidad de ver lo general en lo particular era una característica del historiador filosófico.

Posteriormente la relación entre historia y teoría social era menos simétrica de lo que lo había sido durante la Ilustración. Leopold von Ranke, el más destacado historiador de finales del siglo XIX, no rechazaba de plano la historia social pero se concentraban por lo general en el Estado. Es en su época cuando la historia política recupera su posición de predomino.

Fue un periodo en el que los gobiernos europeos vieron en la historia un instrumento para impulsar la unidad nacional, como medio de educación de la ciudadanía o como medio de propaganda política.

La revolución historiográfica asociada a Ranke tuvo mucho que ver con las fuentes y los métodos. Se asistió a un cambio del uso de las historias o crónicas anteriores hacia el uso de los registros oficiales de los gobiernos.

Los historiadores empezaron a trabajar regularmente en los archivos y emplearon técnicas que reputaban más científicas para el análisis de la documentación.

Los historiadores sociales parecían poco profesionales comparando su obra con la de los historiadores del Estado; se hablaba de que se ocupaban de curiosidades sobre la vida cotidiana que no tenían cabida en la verdadera historia.

Como el nuevo enfoque documental funcionaba mejor para la historia política tradicional, su adopción hizo que muchos historiadores del siglo XIX pareciesen más anticuados en la elección de sus temas que sus predecesores del siglo XVIII.

Rechazaban la historia social porque no se podía estudiar científicamente. Otros historiadores rechazaron directamente la sociología porque era demasiado abstracta y general y no dejaba margen para los aspectos singulares de los individuos y los acontecimientos.
Benedetto Croce o Herman Ebbinghaus hablaban directamente de pseudociencia para referirse a la sociología.

Los teóricos sociales fueron adoptando una posición cada vez más crítica hacia los historiadores, aunque continuaban estudiando la historia. El antiguo régimen y la revolución francesa de 1856, de Alexis de Tocqueville, era una obra histórica basada en documentos originales y a la vez un hito en la teoría social y política.

El capital de 1867 de Karl Marx, era una contribución innovadora tanto en la historia económica como en la teoría económica que estudiaba la legislación laboral, el paso de las artesanías a las manufacturas, las expropiaciones al campesinado…

Gustav Schmoller, figura de la escuela histórica de la economía política, es más conocido como historiador que como economista.

A finales del siglo XIX era mucho más común la tendencia al largo plazo y al interés por la evolución. Comte hablaba de una historia social indispensable para el trabajo teórico de la sociología, pero era una historia sin nombres de individuos e incluso sin nombres de pueblos.

Tres edades: la edad de la religión, la edad de la meta-física y la edad de las ciencias, mediante un método comparativo se podía ubicar a cada sociedad en un escalón evolutivo.

Etnólogos como Edward Tylor en La cultura primitiva de 1871 o Lewis Henry Morgan en «La sociedad antigua» de 1872 presentaban el cambio social como una evolución desde el salvajismo o el estado natural.

El sociólogo Herbert Spencer empleó ejemplos históricos, desde el Antiguo Egipto a la Rusia de Pedro el Grande, para ilustrar el paso de sociedades “militares” a “industriales”.

La evolución era vista como un cambio a mejor, pero no siempre. En la obra Comunidad y sociedad de 1887 de Ferdinand Tönnies, la evolución de la comunidad tradicional a la comunidad moderna, caracterizada por el anonimato, era trazada con una notable nostalgia del orden antiguo.

Los historiadores podían aspirar a recolectar material para los sociólogos; eran totalmente irrelevantes porque no suministraban materiales adecuados para los constructores de las teorías.

Spencer, decía que “las biografías de los monarcas (y poco más aprenden nuestros hijos) arrojan muy poca luz sobre la ciencia de la sociedad”.

Sociólogos de comienzos del siglo XX habían demostrado esa tendencia. En «El tratado de sociología general» de Vilfredo Pareto dedicaba en 1916 muchas páginas al examen de la época clásica y tomaba ejemplos del Medievo italiano.

Emile Durkheim había estudiado historia con Fustel de Coulanges y solía reseñar reseñas de libros de historia en L’année sociologique siempre y cuando fuesen más allá de los acontecimientos.

Max Weber atesoraba un profundo conocimiento histórico. Antes de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), había escrito sobre las compañías comerciales medievales y se había preocupado por la historia agraria
de la Roma antigua
.

ABANDONAR EL PASADO.

A la muerte de Durkheim en 1917 y Weber en 1920, la siguiente generación de teóricos sociales se apartó del pasado.

En el caso de los economistas puede decirse que eran arrastrados en dos direcciones.

François Simiand en Francia, reunían datos estadísticos sobre el pasado para definir ciclos comerciales.

Pero combinaban su interés con un desprecio absoluto por la historia centrada en los acontecimientos.

Otros, en cambio, tendían a distanciarse del pasado y apostaban por una teoría económica “pura”, siguiendo el modelo de la matemática pura.

Psicólogos tan distintos como Jean Piaget, autor de El lenguaje y el pensamiento en el niño (1923) y Wolfgang Kohler, autor de La psicología Gestalt de 1929, estaban adoptando métodos experimentales que no se podían aplicar al pasado. Abandonaron la biblioteca por el laboratorio, en opinión de Peter Burke.

Los antropólogos sociales descubrieron el valor del trabajo de campo en otras culturas, en contraste con la lectura de las descripciones hechas por viajeros, misioneros e historiadores.

Bronislaw Malinowski, en sus estudios sobre el anillo Kula en las islas Trobriand, insistió en que el trabajo de campo era el método antropológico por excelencia; solamente saliendo a las aldeas, al campo, se podía captar “el punto de vista del nativo”.

Los sociólogos cambiaron su rumbo y se centraron en el presente. El primer departamento de sociología de los Estados Unidos, el de la Universidad de Chicago, había tenido a un ex historiador como primer director, si bien en la década de
1920 sus sociólogos se dedicaban exclusivamente a la sociedad contemporánea: estudiaban su propia ciudad, los barrios pobres, los guetos, los inmigrantes….

Otra estrategia que se alejaba del pasado la elaboración de cuestionarios y las entrevistas sobre grupos seleccionados. Los sociólogos conseguían generar sus propios datos mediante encuestas y no necesitaban, decían, del pasado.

Los motivos de los cambios en primer lugar se debe a que el propio centro de gravedad de la sociología estaba desplazándose de Europa a Estados Unidos, donde el pasado no era tan importante ni tan visible en la vida cotidiana como en Europa.

Desde el punto de vista profesional, con la creación de asociaciones de sociólogos, departamentos y nuevas publicaciones, existiría un afán de diferenciación.
Por otro lado, el ascenso del “funcionalismo” también habría jugado un papel preponderante.

Las costumbres y las instituciones podían ser explicadas según sus funciones sociales presentes, por la contribución de cada elemento al mantenimiento de la estructura.

EL ASCENSO DE LA HISTORIA SOCIAL.

Los historiadores, justo cuando los antropólogos y los sociólogos estaban perdiendo el interés por el pasado, comenzaron a reivindicar una “historia natural de la sociedad”.

A finales del XIX, algunos historiadores profesionales estaban cada vez más descontentos con la historia neorankeana. Karl Lamprecht denunció al establishment histórico alemán por su énfasis en la historia política y de los grandes hombres y solicitó una “historia colectiva” que tomase sus conceptos de otras disciplinas. Por ejemplo, de la psicología social y de la geografía humana.

Otto Hinze, seguidor de Weber, pronto comprendió que la historia que proponía Lamprecht era un “progreso más allá de Ranke”. Decía “Queremos conocer no sólo los picos y las cumbres sino también la base de las montañas, no sólo las alturas y las profundidades de la superficie, sino toda la masa continental”.

Hacia 1900 la mayoría de los historiadores alemanes no pensaba ir más allá de Ranke. Cuando Max Weber escribió sus estudios sobre la relación entre protestantismo y capitalismo, sólo pudo apoyarse en la obra de unos pocos colegas
interesados en problemáticas similares. Por tanto, los intentos de Lamprecht por romper el monopolio de la historia política en el ámbito alemán fracasaron.

En Estados Unidos y en Francia la campaña por la historia social encontró muchos apoyos. En 1890, Frederick Jackson Turner, el gran historiador de la frontera norteamericana, lanzó un alegato similar al de Lamprecht: era necesario
considerar todas las esferas de la actividad del hombre para hacer historia.

Marc Bloch y Lucien Febvre abogaron por lo que llamaron “un nuevo tipo de historia«.

Los «Annales d’histoire économique et sociale» criticaban de forma contundente a los historiadores tradicionales. Ambos se oponían al predominio de la historia política y aspiraban a sustituirla por una historia más amplia y humana; había que procurar una historia más atenta a las estructuras y no tanto a la narración de los acontecimientos.

Los dos representantes de la Escuela de Annales apostaban además por un aprendizaje por parte de los historiadores de disciplinas próximas.

Febvre se interesaba más por la geografía y la psicología, mientras que Bloch se hallaba más cercano a la sociología de
Durkheim, mostrándose interesado en la idea de cohesión social y las representaciones colectivas.
Bloch fue asesinado por los alemanes en 1944, pero Febvre sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se convirtió el gran dominador de la historiografía francesa en la posguerra.

Le sucedería Fernand Braudel, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II de 1949.

Había estudiado economía y geografía y creía firmemente en una comunión de las ciencias sociales. Tanto la historia
como la sociología debían ser cercanas toda vez que ambas deberían tratar de la experiencia humana en su conjunto.

Otros ámbitos geográficos, cabe destacar una estrecha comunión entre historia y teoría social en la figura del brasileño Gilberto Freyre, autor de Casa-grande e senzala de 1993, ha sido descrito tanto como un sociólogo como un historiador social.
Es un autor controvertido al que se le acusa de negar o diluir el conflicto existente en las relaciones raciales en el Brasil colonial al hacer un análisis del territorio a partir del punto de vista de las élites dominantes de las “casas-grandes”, de los individuos que dominarían las grandes haciendas y emplearían en ellas a los esclavos.

Freyre fue uno de los primeros en estudiar temas como la historia del lenguaje, de la comida, del cuerpo, la niñez, la historia de la vivienda, como una descripción integral de las sociedades del pasado.

CONVERGENCIA ENTRE HISTORIA Y TEORÍA.

El vínculo entre historiadores y teóricos sociales nunca se perdió por completo.

A partir de 1960 es cuando la comunión entre las dos disciplinas historia y teoría social, comenzó a hacerse más fuerte.

Social origins of dictatorship and democracy de 1966, de Barrington Moore, o Peasant wars de 1969, de Eric Wolf, por citar algunos de la época, expresaban y estimulaban un sentimiento de propósito común entre estas dos materias.

Muchos antropólogos sociales (con Clifford Geertz y Marshall Sahlins, a la cabeza) fraguaron una dimensión histórica a sus estudios.

Otros sociólogos británicos como Ernest Gellner, John Hall o Michael Mann, resucitaron el proyecto dieciochesco de la “historia filosófica”, apuntando a “discernir diferentes tipos de sociedad y a explicar las transiciones de un tipo a otro. En esa misma escala está la obra de Eric Wolf Europa y los pueblos sin historia, estudio en el aborda la relación entre Europa y el resto del mundo a partir del año 1500.

A partir de este tiempo, conceptos como sociología histórica, geografía es histórica, economía histórica e incluso antropología histórica comenzaron a ser cada vez más frecuentes. Hay que preguntarse dónde empieza la historia social y dónde acaba la geografía histórica, esto permite aprovechar habilidades y puntos de vista distintos para una empresa común.

La relación entre la historia y la teoría social es cada vez más estrecha. La aceleración del cambio social impuso éste a la atención de sociólogos y antropólogos.

Los demógrafos que estudiaban la explosión de la población mundial y los economistas que estudiaban las condiciones para el desarrollo de la agricultura y la industria en los llamados países subdesarrollados, observaron que estaban estudiando el cambio en el tiempo, es decir, historia. Algunos de ellos se vieron obligados a extender
sus investigaciones a un pasado más remoto.

Se asistió a un desplazamiento masivo del interés de historiadores de todo el mundo de la historia política tradicional a la historia social.

Tanto el giro teórico de los historiadores sociales como el giro histórico de los teóricos resultarían sumamente beneficiosos siendo múltiples las formas de combinar historia y teoría.

E. P. Thompson, abogando por el materialismo histórico, se ha definido en este sentido como a sí mismo como un empirista marxista.

Mientras que otros historiadores estarían interesados en teorías sin estar comprometidos con ellas: las emplean para tomar conciencia de problemas o para hallar preguntas antes que respuestas.

LOS ITINERARIOS DE LA HISTORIA SOCIAL.

Hasta la década de 1980 la historia social fue una historia de lo colectivo y lo numeroso. Se trataba de una disciplina que pretendía medir fenómenos sociales a partir de indicadores sencillos y cuantificables.

Era una disciplina que pretendía medir fenómenos sociales a partir de indicadores sencillos y cuantificables, con capacidad para recopilar y analizar un ingente material, pero al precio de haber concedido prioridad a las estructuras dejando a un lado a los individuos.

Historia dominada por el funcionalismo, el estructuralismo y el marxismo pero fue abandonada por un creciente número de investigadores que habían comenzado a preocuparse por la memoria, el aprendizaje, la incertidumbre o
la negociación en el seno de la sociedad.

Estos historiadores comenzaban a apostar más por el sujeto que por los grandes modelos condicionados por el determinismo material.

Apostaron por un tipo de historia que no fuese concebida como una ciencia exacta, empeñada en encontrar leyes objetivas que explicasen los hechos sociales, sino como una ciencia de lo singular.

Si unos autores habían identificado como su objeto de estudio los grandes grupos sociales como las clases, esta
incipiente historia social apostaba por la diversidad en las formas. Se interesaba por el género, la edad, el patronazgo, la etnicidad y más recientemente, la indigeneidad y la subalternidad.

Apostaban por variables cuantificables como la tecnología, la demografía o la economía, también preferían otras
variables culturales como por ejemplo la de los rituales o las actividades simbólicas.

Frente a las monarquías o los imperios, se priorizaba lo local incluyendo en el análisis espacios tan reducidos como el de la aldea.

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